lunes, 15 de febrero de 2010

Barcelona.

En Barcelona vivíamos en una calle peatonal. Es estrecha y corta, dando por un lado a una plaza y por el otro a un paseo. Hace mucho tiempo que no voy, pero me han dicho que la zona se ha degradado mucho. A veces me entraba un rayo de sol oblicuo por la ventana, y si me asomaba, podía ver los tres negocios de enfrente: la tienda de congelados, un restaurante donde sólo servían comidas al mediodía y la verdulería.
El dependiente de la verdulería era un chico muy agradable; aunque nosotros hacíamos poco gasto (en mi nevera había generalmente un tomate demasiado maduro y un bote de mayonesa) siempre me saludaba como si fuera su mejor cliente. El caso es que la crisis para algunos ya dura un par de décadas, y lo digo porque un día, el chico ya no estaba. Manolo y yo nos preguntábamos qué habría sido de él, cuando paseando por las ramblas (como la negra flor, oye, que pasear es barato), le vimos sentado al lado de un mimo, vendiendo cuadros.
Desde que leí la frase "no te arrepientas de lo que has hecho, sino de lo que no has hecho" la incorporé a mi filosofía de vida, y ésta es la tercera de las tres cosas que me arrepiento de no haber hecho: no le compré un cuadro. Otro día os hablaré de las otras dos. En parte fue porque no teníamos un duro, en parte porque pensé que igual se sentiría humillado si le reconocíamos, pero no le compré el maldito cuadro.
Esta historia no tiene un final feliz ni triste tampoco, sino real como la vida. Al cabo de dos o tres meses, el chico estaba de nuevo en la verdulería, saludándome como si fuera su mejor cliente, sonriente y activo... nunca supimos siquiera su nombre.

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